El cuatro de diciembre, la florería de Camila Rosel parecía un torbellino. Los pedidos de temporada se acumulaban en el mostrador: arreglos para cenas, ramos improvisados para visitas inesperadas, coronas discretas para ceremonias. Sus manos se movían con destreza, pero su mente se distraía cada tanto, recordando los sobres rojos que guardaba en su caja de madera. No era ya la sorpresa inicial, sino una curiosidad creciente que la acompañaba como un murmullo constante.
En la universidad, Aurora Lancaster vivía el penúltimo día de clases con la tensión habitual de los exámenes finales. Los pasillos estaban llenos de estudiantes ansiosos por terminar, y su despacho se había convertido en un campo de batalla de hojas corregidas y notas finales. Aurora sentía que su corazón latía con un ritmo distinto, como si cada calificación entregada fuera solo un preámbulo para lo que realmente esperaba: el momento de escribir una nueva carta.
Al cerrar la florería y revisar entre pedidos y notas, Camila encontró lo que en secreto esperaba: un nuevo sobre rojo. Lo abrió con rapidez, y en la esquina descubrió un clavel amarillo dibujado.
Camila se quedó contemplando el dibujo. Ese gesto de aclarar el significado la conmovió: alguien que pensaba en cómo podía ser interpretado un símbolo, alguien que cuidaba los matices. No era una revelación, pero sí un detalle íntimo, delicado, que la hizo sonreír.
Esa noche, antes de apagar las luces de la tienda, Camila sacó una libreta nueva que había comprado para su investigación. No quería que se le escapara nada. En la primera página escribió la fecha y comenzó a registrar: todas las clientas femeninas que habían entrado ese día, las flores que compraron, los detalles que obtuvo al conversar con ellas. Subrayó una observación: ninguna tenía el aroma que impregnaba las cartas.
En un arranque de curiosidad, tomó un billete de la caja y lo acercó a la nariz, intentando percibir algún rastro. El gesto absurdo la hizo reír. “Tengo que calmarme”, pensó, mientras se dejaba caer en la silla con la libreta abierta. El misterio la estaba transformando, ya no era solo la emoción de recibir cartas, era la certeza de que alguien la miraba con ternura y cariño, alguien que había decidido convertir su rutina en un secreto compartido.
Con la libreta en el bolso, cruzó la calle hacia la cafetería de doña Raquel. El local estaba cálido, con el aroma del café recién molido y apenas unas mesas ocupadas. Raquel la recibió con su sonrisa habitual y, apenas Camila se acomodó, lanzó la pregunta con picardía:
—¿Y bien, hija? ¿Hoy también hubo carta?
Camila asintió, y relató lo del clavel amarillo y la postdata, pero también mencionó la sorpresa de la bebida:
—Hoy me escribió que había estado aquí, que pidió una cocoa con malvaviscos y menta… y que ese aroma le recordó a mi aroma.
Raquel arqueó las cejas, tratando de evocar el momento.
—¿Cocoa con menta? —repitió, pensativa—. Déjame ver… creo que sí, hubo varias que pidieron eso. No me fijé mucho, pero ahora que lo dices… voy a estar atenta.
Camila sonrió, agradecida por la complicidad. El tiempo compartido con Raquel alivió la tensión que llevaba acumulada. Entre sorbos de café y confidencias, la conversación se volvió ligera, con la promesa tácita de que Raquel sería ahora parte de la pesquisa, guardando en su memoria cada detalle que pudiera acercar a la autora de las cartas.
Lo que ninguna de las dos notó fue que, en una mesa cercana, alguien más escuchaba con atención. Aurora Lancaster había decidido cenar allí después de un día agotador. Cuando oyó a Camila mencionar el aroma de las cartas y el detalle de la bebida, sintió inquietud. No se movió, solo se quedó en silencio. Intrigada, comprendió que el misterio que había iniciado con sus sobres rojos estaba creciendo más allá de lo que había imaginado.


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