El reloj del aula marcaba las últimas pulsaciones del examen extraordinario. Diez estudiantes, dispersos en las filas, escribían con la concentración tensa de quien sabe que cada palabra pesa. Aurora, de pie al frente, fingía observarlos, pero su mente se escapaba hacia la noche anterior en la cafetería. Recordaba el instante en que vio a Camila leyendo la carta con una alegría tan desbordada que le pareció escuchar fuegos artificiales en su propio pecho. Cuando sus miradas se encontraron, dio un paso hacia ella, casi pronunciando las palabras que llevaba guardadas: soy yo, Aurora, tu admiradora secreta. Pero el miedo la detuvo. El recuerdo de su torpeza con el accidente de la cocoa aún la perseguía. La idea de ser rechazada la hizo retroceder: dio media vuelta y aceleró el paso hacia la salida.
Raquel la interceptó con voz suave. —Profesora, por favor, no se vaya.
Aurora se detuvo, aún de espaldas. Raquel salió de detrás del mostrador, acercándose con pasos medidos. —Disculpe… ¿profesora...? —dijo, buscando su nombre.
Aurora giró lentamente, desviando la mirada hacia Camila, que seguía absorta en su carta, antes de responder con voz baja: —Profesora Lancaster.
Raquel asintió, respetando la distancia. —¿Cómo va todo? —preguntó, con un matiz que parecía esconder más de lo que decía.
Aurora frunció el ceño, insegura de a qué se refería. Raquel, al ver su desconcierto, suavizó el tono: —Su piel… la cocoa… espero que no haya sido una quemadura de cuidado.
El cuerpo de Aurora se relajó, liberando un suspiro apenas audible. —Bien, gracias. Un poco de ardor, pero nada grave. Con pomada, en unos días estará mejor.
Raquel sonrió. —Entonces, venga a tomarse un café. Va por cuenta de la casa. Camila puede parecer atolondrada, pero es una mujer muy simpática.
Aurora dejó escapar una sonrisa tímida, como si se permitiera un respiro en medio de la tensión. Raquel añadió con naturalidad: —Permítame presentársela.
Aurora se puso nerviosa y declinó con cortesía: —Muchas gracias por su ofrecimiento. No dudo que la señorita Camila sea una persona agradable, pero no quiero interrumpirla; parece muy concentrada en lo que hace. Además, debo irme a casa… es hora de aplicar la pomada.
Raquel insistió: —¿Y qué deseaba al venir a la cafetería?
—Algo de cenar —respondió Aurora—, pero prepararé cualquier cosa en casa.
Raquel negó con firmeza: —De ninguna manera. Déjeme ponerle algo para llevar. Espéreme aquí.
Aurora intentó replicar: —Permítame pagarle.
—Nada de eso —respondió Raquel—. Van por cuenta de Camila y no se diga más. Es lo menos que puede hacer esa atolondrada.
Las dos rieron.
Aurora observó a Camila por un instante: cada gesto, cada sonrisa mientras releía la carta. Justo cuando Camila levantó la mirada, Raquel regresó con una bolsa de pan dulce. Aurora la recibió, agradeció a Raquel y, levantando la bolsa en dirección a Camila, le dedicó un gesto silencioso de gratitud. Camila respondió con una expresión de sorpresa que hizo reír a ambas.
La alarma del reloj sobre la mesa del aula sonó, liberando a los estudiantes de su silencio. Aurora recogió los exámenes con calma, consciente de que la verdadera tarea del día aún la esperaba: escribir la carta de un encuentro que no podía seguir postergando. Camila se lo había dejado ver en su último mensaje:
En la florería, Camila sostenía la carta del día anterior y su libreta. Releía cada línea con la paciencia de quien busca pistas en un mapa secreto. Sus ojos se detuvieron en una frase: pequeñas coincidencias forman parte de un destino que nos empuja a encontrarnos. Miró hacia la cafetería desde la vitrina, pero el jardín botánico de Lego capturó su atención. Recordó y volvió a leer: “…solo llegó uno al pueblo…”. Ella misma lo había comprado, el único disponible. Colocó el letrero de "Regreso en 20 minutos" y salió con decisión hacia la Geeky tienda, dispuesta a seguir el hilo de esa coincidencia.
Mientras tanto, Aurora escribía en su despacho. La carta fluía con una mezcla de reflexión y ternura:
Aurora firmó la carta con una nueva pieza de Lego, marcada con una letra "U". Justo entonces, Tina entró en el despacho. —¡Buenas tardes, Aurora! ¿Cómo va la quemadura? —Mejor, gracias —respondió con una sonrisa—. Voy al servicio de mensajería, ¿me acompañas? Después tomamos un café.
Tina aceptó y juntas salieron iniciando una conversación amena.
En la Geeky tienda, Camila escuchaba con atención a Ernesto, el dueño. Un cliente habitual y una mujer —alta, de cabello castaño claro, ojos bonitos, amable— habían preguntado por el jardín botánico. Camila grabó cada detalle para anotarlo después en su libreta.
Antes de entrar de nuevo a la florería, la voz de Raquel la llamó desde la otra acera. —Cuando cierres, ven a tomar un café.
Camila bufó con ironía: —Ni hablar. ¿Para qué? Si regresa esa mujer, me cargas la cena completa.
Raquel rió. —No seas exagerada. Te espero. Lees tu carta y luego nos tomamos un café.
Camila suspiró y aceptó.
Camila entró a la cafetería con una sonrisa amplia. En una mano llevaba sobres y papeles, en la otra, un sobre rojo que protegía contra su pecho como si guardara un secreto. —Vaya, vaya… —dijo Raquel—. No hay duda de que ese sobre rojo es lo único que te mantiene tranquila.
Camila se ruborizó. Raquel la invitó con dulzura: —Anda, pasa. Siéntate donde quieras y, por favor, si viene la profesora Lancaster, compórtate.
—Sigo sin creer que no te dijera su nombre. ¡Ay sí, profesora Lancaster… profesora estirada, eso es lo que es!
Raquel la reprendió con suavidad: —Camila, compórtate. Fuiste tú quien le tiró la cocoa y aún no te has disculpado.
Camila bufó, pero se sentó en un rincón con la carta, dispuesta a leerla.
Desde afuera, Aurora observaba cada gesto, cada sonrisa de Camila, como si fueran suyas. Entró con paso tímido, saludando apenas a Raquel. Se acercó a Camila.
—Buenas noches, señorita Camila. Quiero darle las gracias por los panes de ayer, estuvieron muy ricos.
Lo dijo de carrerita con un tono dulce que ocultaba el temblor de sus nervios y sostuvo la mirada sobre Camila. Ella, aún con el sobre rojo en la mano, levantó la vista sorprendida.
El silencio que siguió estuvo cargado de una tensión que ninguna quiso romper.



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