Capítulo 13 - "¡Es ella, es ella!"


La puerta de la cafetería se abrió con un golpe seco que hizo vibrar las campanillas del marco. El murmullo de los clientes se interrumpió de golpe, como si el aire mismo se hubiera tensado. Camila entró a la cafetería con el rostro marcado por la vigilia: ojeras profundas, el cabello recogido con prisa y un brillo febril en los ojos. Apenas cruzó la puerta, su voz se alzó con urgencia:

—¡Es ella, es ella!

Los clientes se giraron sorprendidos, pero Raquel, detrás del mostrador, mantuvo la calma.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó con tono sereno, aunque sus labios dibujaban una sonrisa cómplice.

Camila se acercó, bajando la voz como si compartiera un secreto demasiado grande para ser dicho en público:

—Mi admiradora secreta… es la profesora Lancaster.

Raquel dejó la taza que estaba sirviendo y la miró con ojos chispeantes.

—Lo sospechaba. —expresó con entusiasmo, inclinándose hacia ella—. ¿Y se lo dirás? Porque no respondiste su último mensaje.

Camila se golpeó suavemente la frente, mirando hacia la florería.

—¿Ya pasó? —preguntó con preocupación—. Olvidé colgar el nuevo mensaje… tengo que irme.

Raquel la tomó del brazo antes de que saliera.

—Espera. ¿Qué harás? ¿Le dirás que ya lo sabes?

Camila negó con firmeza.

—De ninguna manera. Ni se te ocurra decirle nada. Aurora necesita tiempo y quiero dárselo. Pero también quiero que sea valiente… presionaré un poquito. Sé cómo hacerlo. Si la ves, dile que la ando buscando, ¿sí?

Raquel asintió, con esa mezcla de ternura y travesura que la caracterizaba.

Aurora despertó con un ánimo distinto. El día le ofrecía un pretexto perfecto: desayunar en la cafetería y leer el nuevo mensaje en la vitrina, más tarde pasar por los buzones y comprar unas flores. Todo ello le permitiría ver a Camila sin que pareciera un gesto calculado.

Al llegar, Raquel la recibió con efusividad inesperada.

—¡Profesora Lancaster! Pase, por favor. Siéntese donde quiera.

Aurora se sorprendió por la calidez, pero aceptó y eligió una mesa junto al ventanal desde el que se veía la florería. Para ella no era solo una ventana: se convertía en un escenario íntimo, un lugar desde donde contemplar a Camila en silencio. Raquel le ofreció el menú, aunque enseguida añadió con picardía:

—¿Café o cocoa con…?

Aurora sonrió y Raquel entendió sin más.

—Una cocoa con malvaviscos y menta, entonces.

Mientras esperaba, Aurora observó disimuladamente a Camila al interior de la florería. La veía moverse entre clientes y flores, con esa sonrisa que parecía iluminar cada rincón. Se preguntó cómo había tardado tanto en buscar la manera de acercarse.

En la vitrina, el mensaje la atrapó:

Aurora se inclinó hacia el cristal de la vitrina, y el reflejo de su rostro se mezcló con las letras trazadas en la cartulina. Leyó despacio, línea por línea, como si cada palabra exigiera una pausa. “¿¡En serio!? ¿No están en orden? Eso es una trampa.” —su ceja se arqueó, divertida, aunque el gesto se apagó al avanzar. “No salgo con nadie aún. ¿Por qué lo preguntas?” —la frase la detuvo más tiempo, y en el reflejo del vidrio vio su propia expresión endurecerse, como si temiera que esa confesión no estuviera dirigida a ella. Al llegar a la última línea, su respiración se acompasó con el ritmo de las palabras: “No tardes mucho, podrías dejar pasar una gran oportunidad… un ciclo lunar dura más o menos 29 días.” Aurora cerró los ojos un instante, consciente de que la advertencia no era solo un juego: era un límite, un reloj invisible que marcaba el tiempo de su secreto.

Raquel regresó con el desayuno y, como quien recuerda algo de pronto, comentó:

—Ah, se me olvidaba… Camila me pidió que le dijera que la anda buscando.

Aurora, que en ese momento ya probaba la cocoa, tosió, sorprendida por el mensaje y disimuló con una sonrisa.

—La cocoa estaba más caliente de lo que esperaba —murmuró, intentando ocultar su nerviosismo.

Minutos después, Aurora entró a la florería. Camila, que terminaba de atender a unos clientes, le sonrió y le hizo una seña para que esperara. Aurora se acercó a la vitrina, fingiendo interés en las flores. Tomó un ramo de rosas blancas y una maceta con un pensamiento azul intenso.

—Esa es una muy buena elección —comentó Camila, señalando el pensamiento, acercándose con un tono que delataba emoción—. Es un color inusual.

Aurora sonrió.

—No las conocía. Su azul es distinto al de otras flores.

Camila la miró con dramatismo juguetón.

—Por favor, no me vayas a mencionar los claveles azules.

Aurora se ruborizó, tragó saliva y preguntó:

—¿Cómo dices?

Camila bajó la voz, casi confidencial:

—Alguien muy especial me dijo que existían claveles azules… pero no me hagas caso.

Aurora no pudo evitar una sonrisa involuntaria. Que Camila considerara a su admiradora secreta “alguien muy especial”, la desarmó.

—Los claveles azules no existen —respondió Aurora teatralmente—. Son una horrible creación de la ciencia.

Ambas rieron y en esa risa compartida se abrió un espacio íntimo.

Camila la miró con firmeza.

—¿El domingo estás libre?

Aurora se sorprendió. Camila explicó:

—Proyectarán Los fantasmas de Scrooge en la plaza. En la cena me dijiste que es tu película favorita de la época.  Podemos ir juntas, llevar cocoa en termos y comprar palomitas o castañas.

Aurora, aún nerviosa, miró el mensaje en la vitrina. Camila siguió su mirada y luego la sostuvo.

—Eres la única que no me ha preguntado por los mensajes —dijo con suavidad.

Aurora tragó saliva, incapaz de responder. Camila la ayudó:

—No hay duda de que eres una persona respetuosa. Gracias.

Aurora asintió y Camila insistió:

—Entonces, ¿qué decides? ¿Tienes a alguien especial con quien quieras ir? Si es así…

Aurora negó con rapidez.

—No, no… bueno… sí… es complicado —señaló Aurora rascándose la nuca.

Camila disimuló su sonrisa traviesa. Bajó la mirada hacia el ramo que tenía enfrente y giró distraídamente un tallo entre sus dedos, como si buscara en las flores la valentía que le faltaba en la voz. 

—Aunque… la invitación no es una cita —dijo al fin, evitando los ojos de Aurora—, tómalo como parte de mi disculpa.

Aurora bajó la mirada, decepcionada.

—Claro, no es una cita… acepto.

Camila le cobró y se despidió con una sonrisa luminosa.

—Entonces nos vemos mañana a las seis, en el sitio de las castañas. Yo llevo las bebidas. Hasta mañana, Lancaster.

Aurora salió con una mezcla de alegría y desilusión, agitando la mano en un gesto tímido.

La tarde cayó sobre el pueblo. Aurora escribía en su casa. La pluma se deslizó con nerviosismo:

Dibujó una flor de aster lila, símbolo de la paciencia, sin ninguna otra letra. Dobló el papel, lo guardó en un sobre blanco y salió rumbo a los buzones. 

Mientras tanto, Camila cerró la florería con prisa, convencida de que el nuevo sobre la esperaba en los buzones. Su intuición le decía que hoy aparecería una más de las letras que faltaban para confirmar el nombre de Aurora. Ahora entendía por qué le escribió que su nombre despertaba las flores. Recordó que en la mitología, la diosa Aurora abre el camino al sol, derramando rocío que despierta las flores.

—Aunque tu nombre no sea el de una flor, sí lo es de una malva silvestre —susurró—. Delicada, como tú, mi profesora.

Aurora se cercioró de que nadie la viera, apresuró el depósito del sobre en el buzón de la florería y, al dar dos pasos, la figura de Camila apareció doblando la calle. Aurora se quedó pálida, recordando que no podía fingir abrocharse los tenis porque llevaba botines. Pensó en huir, pero ya era tarde: Camila la había visto.

El sol de frente dificultaba la visión, pero cuando la florista reconoció su rostro, su expresión se iluminó. Le dedicó una sonrisa tan hermosa que dejó a Aurora desarmada. No tenía idea de cómo explicaría su presencia allí, pero eso era lo que menos importaba ahora: aquella sonrisa había cambiado el rumbo del día.

Continuará...

 

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