El atardecer del dos de diciembre encontró a Aurora Lancaster en la biblioteca de la Facultad de Ciencias Médicas. El silencio del lugar, apenas roto por el pasar de páginas y el tecleo de estudiantes, contrastaba con el ruido interior que la acompañaba desde la noche anterior. Había enviado la primera carta y ahora, apenas un día después, sentía la urgencia de continuar. Su nerviosismo era evidente: cada vez que intentaba concentrarse en los artículos científicos, sus pensamientos volvían a la florería de Camila Rosel.
Aurora tomó un nuevo papel. Esta vez, en la esquina dibujó un clavel rosado, símbolo de ternura y discreción. Sus manos temblaban, pero dejó que las palabras fluyeran con la misma sencillez que la primera vez:
La dobló con cuidado, la guardó en un sobre rojo y, antes del mediodía, la entregó al servicio de mensajería que conectaba la universidad con el pueblo. Ese sistema, rutinario y discreto, era su refugio: nadie sospecharía que la profesora de fisiología, conocida por su rigor académico, estaba enviando cartas impregnadas de emoción.
Esa tarde, Camila Rosel cerró la florería después de atender a sus últimos clientes. El local olía a jazmín y a tierra húmeda, y la luz del atardecer se filtraba por los ventanales, tiñendo de dorado los claveles del escaparate. Entre los pedidos, encontró un nuevo sobre. Su corazón dio un salto: otra carta, apenas un día después.
Lo abrió con rapidez, y al leer las líneas, sintió un calor recorrerle el pecho. El clavel dibujado en la esquina parecía un guiño íntimo, un símbolo elegido con intención. El papel, otra vez, tenía ese aroma femenino, delicado, como si la carta hubiera sido acariciada antes de llegar a sus manos.
Camila se quedó inmóvil unos segundos, repasando cada palabra. “El sábado vi cómo acomodabas los claveles…” Esa frase la inquietó; quien escribía la carta la había observado de cerca, con atención. No era un gesto casual, era alguien que conocía su rutina, que había estado allí sin que ella lo notara.
Intrigada, comenzó a planear una investigación. Decidió que guardaría cada carta como una pista, que observaría con más cuidado a las clientas que entraban en la tienda, que prestaría atención a los gestos, a las miradas prolongadas, a las preguntas aparentemente inocentes. Quizá, pensó, la admiradora era alguien del pueblo, o tal vez una profesora de la universidad. La idea de descubrirlo la llenaba de emoción, como si la vida cotidiana se hubiera convertido en un misterio delicado y hermoso.
Guardó la carta junto a la primera, como si fueran piezas de un rompecabezas. Esa noche, mientras acomodaba los claveles en un jarrón, se sorprendió sonriendo sola, imaginando rostros y voces. Ahora no solo tenía una admiradora secreta: tenía un enigma que resolver.


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