Camila Rosel amaneció con un cosquilleo en el pecho. No era exactamente ansiedad, tampoco simple curiosidad, era la sensación de que algo nuevo estaba creciendo en su vida, como una flor inesperada en medio del invierno. Mientras caminaba a la florería, pensó en las dos cartas que guardaba en su caja de madera. Las había releído tantas veces que ya podía recitar de memoria las frases, y sin embargo, cada lectura le parecía distinta, como si las palabras cambiaran de tono según su estado de ánimo.
Ese día, mientras organizaba las flores del escaparate, vio cruzar la calle a doña Raquel, la dueña de la cafetería frente a su local. Raquel era una mujer de cabello plateado y sonrisa cálida, amiga de su madre desde hacía décadas. Cuando Camila era niña, recordaba cómo su madre y Raquel abrían sus negocios casi al mismo tiempo: la florería y la cafetería, una frente a la otra, como dos espejos que se acompañaban en la rutina del pueblo. Desde entonces, Raquel había sido una presencia constante, casi materna, alguien que siempre encontraba la manera de preguntar lo justo y escuchar lo necesario.
Raquel entró con su paso tranquilo, buscando las pequeñas flores de velo de novia que acostumbraba colocar en los floreros de las mesas de su cafetería. Mientras Camila preparaba el ramo, Raquel la observó con atención y comentó con una sonrisa pícara: —Desde ayer te noto distinta, hija… más sonriente. ¿A qué se debe esa luz en tu cara?
Camila se sonrojó, bajó la mirada hacia las flores y, después de un silencio breve, respondió con voz suave: —Es que… me han llegado unas cartas. No sé de quién son, pero tienen algo especial.
Raquel arqueó las cejas, divertida, y apoyó las manos en el mostrador. —¿Cartas? ¿Y qué dicen esas cartas?
Camila dudó un instante, pero luego se permitió compartirlo. Le habló de las palabras sencillas, del aroma femenino que parecía impregnar el papel. Raquel escuchaba con ternura, sin interrumpir, como quien guarda un tesoro en la memoria.
—Pues mira —dijo al final, entregándole una mirada cómplice—, si alguien se toma el tiempo de escribirte así, es porque te ve con ojos que otros no se atreven. Y yo, que he visto pasar tantas historias desde mi cafetería, te digo que estas cosas nunca llegan por casualidad.
Camila sonrió, aliviada de haber compartido su secreto. Raquel recogió su ramo de velo de novia y salió con la misma calma con la que había entrado, dejando tras de sí un aire de complicidad. Por primera vez, Camila sintió que no estaba sola en este misterio, tenía una aliada, alguien que la conocía desde siempre y que podía acompañarla en la búsqueda de esa voz escondida entre sobres rojos y dibujos de flores.
En la universidad, Aurora Lancaster intentaba mantener la compostura. Había pasado la mañana entre estudiantes que rendían exámenes finales, pero su mente estaba en otro lugar. Cada vez que alguien la detenía en el pasillo, ella respondía con voz firme, aunque por dentro pensaba en Camila.
Al mediodía, se encerró en su despacho, buscando refugio. Sobre la mesa, extendió un nuevo papel y, con el plumón blanco que había comprado días atrás —una adquisición que ahora le parecía providencial, como si hubiera estado destinado a este secreto— trazó con suavidad la silueta de un clavel en la esquina. El blanco del dibujo no era vacío, era pureza, era esperanza.
Sus palabras fueron sencillas, pero dejaban escapar un detalle íntimo, un cumplido que no podía disimular:
Aurora sonrió nerviosa al releer la carta. Justo en ese momento, un colega entró sin tocar y la sorprendió con el papel en la mano.
—Lancaster, ¿tienes el informe de laboratorio? —preguntó mientras rebuscaba con la mirada entre los papeles.
Aurora, sobresaltada, escondió el sobre bajo un libro y le entregó el documento con rapidez. Luego, con una mezcla de reproche y sonrisa nerviosa, le dijo: —La próxima vez toca antes de entrar, este es mi despacho.
El colega arqueó una ceja, divertido, al verla tan inquieta lanzó una broma ligera: —¿Preparando un examen secreto?
Ella se sonrojó y respondió con voz firme, aunque temblorosa: —Algo así… un ejercicio de observación.
El colega tomó el informe y salió aún riendo, dejando la puerta entreabierta. Aurora suspiró aliviada, con el corazón acelerado. “Si supiera…”, pensó, mientras dejaba el sobre en el servicio de mensajería, convencida de que cada día el riesgo crecía, pero también la necesidad de seguir adelante.
Al caer la tarde, Camila cerró la florería y se dirigió a la siguiente calle donde se encontraban los buzones de hierro que compartían los comercios del pueblo y la universidad. Era allí donde recibía los pedidos de los comercios locales y de la universidad, las notas de proveedores y, a veces, las sorpresas que parecían destinadas solo a ella. Con el corazón acelerado, abrió la tapa y comenzó a revisar entre sobres y facturas, hasta que sus dedos rozaron uno distinto: un sobre rojo, delicado, que parecía esperarla.
La emoción la volvió torpe. En su prisa, rasgó el papel con más fuerza de la necesaria y casi rompió la carta. Se rió nerviosa de sí misma, como si la impaciencia pudiera traicionar el misterio que tanto la conmovía. Al desplegarla, descubrió un clavel blanco dibujado en la esquina. Se quedó unos segundos contemplando el trazo: era un detalle creativo, íntimo, que hablaba de alguien que no solo escribía, sino que pensaba en símbolos, en gestos que iban más allá de las palabras.
Las líneas eran breves, pero la conmovieron profundamente. Guardó la carta, convencida de que cada carta era una pieza más en el rompecabezas.
Esa noche, mientras caminaba hacia su casa, Camila se sorprendió sonriendo. Ya no era solo la emoción de recibir cartas, era la certeza de que alguien la miraba con ternura, alguien que había decidido convertir su rutina en un secreto compartido. Y ahora, más que nunca, estaba decidida a descubrir quién era esa mujer que la acompañaba desde las sombras.


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