Aurora Lancaster llevaba ya su segundo café del día y apenas eran las siete de la mañana. No había logrado dormir: la idea de cómo hacer llegar su carta la había mantenido en vela. Tenía la certeza amarga de que ese día no habría mensajería universitaria. El ritual que había sostenido su valentía durante la semana se interrumpía de golpe, y la ausencia de ese puente la dejaba inquieta, como quien pierde de pronto el hilo de una conversación íntima.
Su casa estaba hecha un caos, con cajas abiertas y adornos navideños a medio colocar desde hacía una semana. Se negaba a continuar con la decoración; su mente solo giraba en torno a la carta. Se sentó frente a su escritorio y miró el papel en blanco. El impulso de escribir era más fuerte que la lógica, aunque no pudiera enviarla. Dibujó un clavel azul en la esquina, símbolo de esperanza y misterio, y escribió con calma, dejando que las palabras fueran una confesión sencilla.
Al terminar, se quedó con el papel en las manos. El sobre rojo habitual parecía demasiado evidente sin el servicio de mensajería. Entonces, en un arranque de ingenio, agregó unas palabras, dobló el papel y lo guardó en un sobre blanco. No había dibujo ni marca en el mismo, solo un nombre escrito con una letra que sabía que Camila reconocería: Camila.
Mientras tanto, Camila Rosel conducía de regreso a la florería, con un café en la mano. Había pasado la mañana entregando pedidos para reuniones de fin de año en distintas áreas de la universidad. El cansancio se mezclaba con la frustración: las librerías estaban cerradas y en la biblioteca solo encontró tres asistentes femeninas, dos estudiantes de literatura y una señora que se negaba a jubilarse. El resto eran hombres. La universidad tendría abiertas sus librerías hasta el 19 de diciembre, y luego cerrarían por vacaciones. Camila suspiró, desilusionada, su investigación en esa parte tendría que esperar.
A media mañana, Aurora salió con el sobre escondido en su bolso. Caminó hacia los buzones con cautela, observando a todos lados. Justo cuando iba a dejarlo, alguien apareció en el callejón. Se agachó de golpe, fingiendo amarrarse las cintas de sus tenis, aunque no tenían ninguna. Simuló acomodarse el calcetín hasta que la persona se perdió en la calle. Entonces, con rapidez, dejó el sobre y salió corriendo, pensando que cualquiera que la viera huir así creería que acababa de robar algo. Su pensamiento la hizo reír.
Camila cerró la florería temprano, como cada sábado. Revisó los buzones con ansiedad, buscando el sobre rojo. No había ninguno. Guardó los sobres rutinarios en su bolsa, resignada, hasta que uno cayó al suelo. Era blanco, con su nombre escrito en una letra que reconoció de inmediato. Se sorprendió del cambio de color, algo que tendría que anotar en su libreta. No pudo esperar más: se sentó en la banca junto a los buzones y comenzó a leer, sintiendo que la emoción regresaba.
La reflexión sobre la creatividad la conmovió, entendió que su admiradora realmente se interesaba por ella. Hacía mucho que nadie le dedicaba tanta atención. Pero algo la indignó: el clavel azul. No existían los claveles azules, eran flores teñidas o modificadas. Lo comparó con la idea absurda de convertir a un humano en azul desde su nacimiento. “Pobres flores”, pensó, “como si las obligaran a ser algo que no son”. Se preguntó cómo sacar a su admiradora del error.
Camila caminó hacia la cafetería. Conversó con Raquel sobre la época y las noticias cotidianas. Le confesó su indignación por el clavel azul y dijo que quería preguntarle por qué había elegido ese color, si no existe. Raquel rió, conocía bien el amor de Camila por las flores, y le sugirió que le escribiera.
—¿A dónde? —preguntó Camila, pensativa. —Ella te observa a la distancia —respondió Raquel con calma.
Camila chasqueó los dedos, entusiasmada. Bebió su café de un trago, Raquel le advirtió que se quemaría, pero ella hizo una mueca y se despidió con un beso antes de correr de vuelta a la florería.
Al cerrar la cafetería, Raquel miró hacia el escaparate de la florería y vio una cartulina que Camila había colocado:
Raquel sonrió y siguió su camino.
La noche la encontró agotada pero sonriente. Aurora había terminado de adornar la casa: el árbol iluminado, las guirnaldas en su sitio. Reconoció que debía comprar otra para la puerta de entrada, y pensó en hacer una visita a Camila... o mejor dicho, a la florería, se corrigió. La idea de pisar la florería después de una semana de cartas le producía una mezcla de alegría y preocupación. Se sentó frente a la chimenea con una manta, una taza de cocoa caliente entre las manos y dejó que la calma la envolviera. Recordó el detalle de la menta que Camila había comentado con Raquel y sonrió. Sabía que debía ser más arriesgada, dejar más pistas en las próximas cartas. Las misivas se estaban transformando en algo más profundo.
Camila, mientras tanto, se fue a la cama con la esperanza de que su admiradora viera el mensaje en el escaparate. Pero al pensarlo, comprendió que, si lo veía, lo primero que le diría sería una queja por los colores de las flores, en lugar de algo tan bello como las cartas. Se sintió tentada a levantarse, correr a la florería y quitar el letrero.



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