El domingo amaneció con un aire distinto en el pueblo. Algunos comercios permanecían cerrados, pero la cafetería de Raquel abrió sus puertas medio día, como cada temporada navideña, ofreciendo desayunos hogareños: hotcakes con tocino y miel de maple, huevos estrellados con su toque especial, cocoa espesa y café recién molido. El olor se expandía por la calle, mezclándose con el frío de diciembre.
Aurora caminó hasta allí con paso indeciso. Antes de entrar, se ajustó los lentes y leyó el cartel en el escaparate de la florería. Al reconocer las palabras escritas por Camila, se sonrojó y dibujó una sonrisa boba. “Me respondió”, pensó, con el corazón acelerado. Una lugareña la interrumpió al pasar: —¿Entra o sale? Aurora reaccionó con torpeza, aún con la mirada fija en el letrero: —Perdone, después de usted.
La mujer entró primero y, apenas vio a Raquel, comentó con tono crítico: —Creo que ahora sí hemos perdido a Camila, no solo habla con las flores, ahora escribe cosas sin sentido.
Raquel soltó una risa breve y respondió con calma: —No es así, las flores escuchan.
La señora frunció el ceño, molesta: —Lo que faltaba —refunfuñó la señora. Raquel, señalando el cartel con un dedo, respondió con calma —Eso, mi querida señora, podría ser el amor abriéndose paso.
Aurora escuchó la frase y se puso roja de inmediato. La mujer refunfuñó camino a su mesa, repitiendo: “el amor, el amor…”. Raquel, atenta, notó la respiración acelerada de la profesora y su expresión de pánico. Se acercó con suavidad: —¿Se siente bien?
Aurora asintió nerviosa. —Sí… voy a desayunar.
Raquel sonrió y la dejó acomodarse en la misma mesa de otros días. Aurora, aún temblorosa, murmuró en voz baja: “el amor abriéndose paso, el amor…”. Poco a poco, la inquietud cedió y una sonrisa se dibujó en su rostro. “¿Y por qué no?”, pensó, mientras esperaba a que la mesera tomara su pedido. Entre el murmullo de platos y tazas, reflexionó sobre cómo entregaría la carta de ese día.
Camila Rosel despertó tarde. El domingo era su único día de descanso, pero la curiosidad la mantenía alerta. No dejaba de pensar en el cartel del escaparate: ¿lo habría visto su admiradora?, ¿se habría ofendido?, ¿o lo tomaría como una invitación a responder? Preparó café y se sentó en el sofá, aunque su mente estaba llena de preguntas. Decidió salir: caminaría por el centro, vería la iluminación navideña, comería algo y compraría castañas.
Camila, mientras tanto, disfrutaba de la iluminación del centro. Sentada frente al árbol de Navidad, comía castañas calientes y pensaba si su admiradora secreta ya habría visto el mensaje del escaparate, o si estaría cerca, observándola. Al caer la tarde, decidió visitar el buzón, aunque intuía que no encontraría nada.
Aurora se recogió el cabello en un moño y se cubrió con jeans, una chaqueta negra de capucha y unos lentes oscuros que ocultaban su nerviosismo. Caminó hasta la florería por la calle silenciosa, con los comercios cerrados como cómplices de su secreto. El escaparate aún mostraba el cartel de Camila. Sonrió nerviosa, miró en todas direcciones y deslizó el sobre por debajo de la puerta.
En ese instante, una voz femenina la sorprendió: —¡Ey! ¿Qué haces en mi florería?
Aurora se tensó. Reconoció la voz y pensó en voltear, pero el miedo de ser descubierta la impulsó a huir a toda prisa, con el corazón desbordado. A lo lejos escuchó que Camila gritaba: —¡Espera! ¡No te vayas!
Pero Aurora no se detuvo hasta que dejó de oírla.
Camila regresó agotada por la carrera hasta el final de la calle. Estaba segura de que era una mujer. Abrió la florería con manos temblorosas y, al entrar, vio un sobre con su nombre. Lo levantó y lo abrazó contra el pecho y susurró: —Era ella. Estuve tan cerca…


Comentarios
Publicar un comentario