Camila irrumpió en la cafetería como un torbellino. El aire frío de la mañana aún se aferraba a su abrigo, y sus mejillas estaban encendidas por la carrera. Raquel, que acomodaba las tazas detrás del mostrador, la miró con severidad.
—¿No te quedó clara la lección de ayer? No puedes andar corriendo —dijo sin levantar la voz, pero con ese tono que no admitía réplica.
Camila intentó recuperar el aliento antes de hablar, pero Raquel se adelantó:
—Y no... Te repito lo mismo que te dije por teléfono a primera hora de la mañana y hace veinte minutos. La profesora no ha pasado, y no, no la he visto.
No era del todo cierto. Raquel la había visto cruzar la calle temprano, cuando aún preparaba todo para abrir la cafetería. Aurora caminaba con paso firme, pero su mirada se había detenido frente a la florería. Observó el nuevo mensaje en la vitrina:
Camila, aún agitada, intentó preguntar, pero Raquel levantó la mano como un semáforo en rojo.
—Si la veo, te enviaré un mensaje. Y también le diré que la bebida de una semana va por cuenta tuya.
—¿Una semana? —Camila abrió los ojos como si le hubieran anunciado una condena.
Raquel sonrió con picardía.
—Aunque pensándolo mejor, podrías invitarla a cenar aquí... o al restaurante italiano de Fiorella.
Camila dejó escapar un quejido teatral.
—¿Qué dices? ¡Esa mujer me odia! Deberías haber visto con qué brusquedad me quitó la servilleta y se marchó. Intenté seguirla para disculparme, pero más aceleraba el paso. Nunca me respondió. Lo que dices que tiene de guapa, lo compensa con su mal genio.
Raquel rió por lo bajo.
—¿No se te ocurrió pensar que lo único que quería era quitarse esa blusa y enjuagarse? Estoy segura de que la piel le ardía. Esa cocoa estaba muy caliente, te lo dije cuando saliste corriendo. Por cierto, ¿a dónde ibas con tanta prisa?
Camila se sonrojó, bajó la mirada y respondió con una sonrisa culpable:
—Olvidé colgar el mensaje que había escrito. Y como no sé a qué hora los ve...
Raquel negó con la cabeza, como quien reprende sin dureza.
—La próxima vez, dejas aquí la bebida, haces lo que tengas que hacer y regresas.
—Está bien... Me voy, tengo que abrir la florería. Se me hace tarde, entonces...
Raquel la miró fijamente, lista para echarle la bronca si mencionaba a la profesora una vez más.
—Entonces... me voy —corrigió Camila con una sonrisa resignada.
Raquel la despidió con un gesto leve, mientras el aroma del café llenaba el local.
En la universidad, Aurora caminaba con paso acelerado hacia la enfermería. La pomada que se había aplicado durante la noche no había sido suficiente, y el ardor en el pecho la obligaba a buscar ayuda.
Al llegar, dio dos toques en la puerta. Una voz conocida respondió:
—Adelante.
Aurora entró y se encontró con Tina, su ex profesora y amiga. Tina la recibió con una sonrisa cálida.
—¡Qué milagro, mi querida Aurora! ¿Qué haces por aquí? ¿Acaso olvidé alguna reunión? —preguntó mientras buscaba su agenda.
Aurora cerró la puerta y comenzó a desabrocharse la blusa.
—Necesito tu ayuda.
—¡Ey! ¡Para! Tengo esposo —bromeó Tina, alzando las manos.
—Tonta —respondió Aurora, y ambas estallaron en una carcajada que Tina interrumpió al ver la quemadura.
—¿Qué te pasó? ¿Fue en el laboratorio?
Aurora le relató el accidente con la cocoa. Tina la escuchó con atención y luego, con una sonrisa cómplice, dijo:
—Perfecto. Es lo que necesitabas.
—¿Una quemadura?
—Ahora, ¿quién es la tonta? —respondió Tina—. Es el pretexto perfecto para invitar a la florista de tu jardín de ensueño.
Aurora se sonrojó. Tina había escuchado durante tres años hablar de Camila: sus gestos, su risa, su manera de acomodar las flores. Había intentado convencerla de que la invitara a tomar algo, sin éxito.
—Pero antes revisemos esa quemadura —dijo Tina—. Y luego almorzamos juntas.
—No puedo. Tengo que hacer... algo —respondió Aurora, comenzando a ponerse roja.
—Entonces, mientras te reviso, me cuentas qué es más importante que comer con una amiga y que te lleva a ruborizarte.
Aurora pasó media hora entre pomada, risas y confesiones.
Camila no lograba concentrarse: había reacomodado las flores de la vitrina una y otra vez, mientras su mirada se escapaba hacia la entrada de la cafetería. Se sentía apenada con la profesora, aunque apenas la había visto. Lo que mejor recordaba era su espalda alejándose.
—A este paso mi pasatiempo será perseguir espaldas de mujeres altas mientras trato de alcanzarlas —murmuró.
Pensó en lo que sabía de su admiradora: ciencia, arte, legos. Lo anotó en su libreta la noche anterior y recordó un pequeño detalle: era alta como la profesora. Luego, en voz alta, dijo:
—Interesante.
Raquel entró sin que la escuchara.
—¿Qué es interesante?
Camila dio un brinco.
—¡Raquel, me espantaste!
—Pues a ver si dejas de andar suspirando y pones atención a lo que haces.
Camila estaba a punto de preguntar por la profesora, pero Raquel se adelantó:
—Venía a ver si quieres almorzar conmigo.
Camila miró el reloj. No podía creer lo lento que avanzaba. Lo único que podía sacarla de ese estado era una nueva misiva.
Suspiró y aceptó la invitación. Colgó el letrero de “Regreso en una hora”.
En su despacho, Aurora se sentía más tranquila. La pomada y la charla con Tina le habían devuelto el ánimo. Era momento de arriesgarse un poco más.
Tomó una hoja tamaño carta, dibujó una pieza de Lego en la esquina y escribió con calma:
Aurora escribió una letra "A" sobre la pieza de Lego, dobló la carta y la guardó en un sobre rojo y lo colocó en su bolso junto a la pomada que Tina le había dado. Salió rumbo al servicio de mensajería y luego almorzaría con Tina en la cafetería principal de la universidad.
Camila cerró la florería con calma. Recordó lo que sus prisas le habían ocasionado y bajó el ritmo. Cerró la puerta con llave y se apresuró hacia los buzones.
Al encontrar el sobre rojo, su corazón se aceleró. Cuando regresó, Raquel la observaba desde la entrada de la cafetería.
—¿Nueva misiva?
Camila levantó el sobre con una sonrisa.
—Anda, ven a leerlo aquí y te tomas con calma una cocoa.
Camila cruzó la calle. Se sentó en una mesa con vista directa a la entrada. Abrió el sobre con delicadeza. A medida que avanzaba, sus gestos cambiaban con cada frase: una sonrisa, una ceja arqueada, un suspiro.
Al final, encontró el dibujo de una pieza de Lego con una letra “A”.



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